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El mundo se estremeció la primavera de 1977. Más de medio millar de pasajeros dejaron sus vidas en una pista del aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, después de que dos aviones chocasen entre sí. Triste, muy triste. Un año después, volvíamos a ver en el Telediario imágenes horribles sobre carbonizados en un camping de Sant Carles de la Rápita. Un camión cisterna estalló en una carretera cercana. En esta ocasión fueron 217 muertos. Esas dos tragedias sirvieron para reflexionar sobre las medidas de seguridad aeroportuarias y la conveniencia de que las mercancías peligrosas circulasen por núcleos poblados. Había que evitar a toda costa que eso volviese a ocurrir.
Durante esos dos años – 1977 y 1978- murieron en las carreteras españolas diez mil personas. Lo pondré en cifras también: 10.000. Pero aquello no salió en la BBC, ni en la CNN, ni en ninguna cadena con siglas. Era, ya todos lo esperábamos, el informe anual de la DGT sobre los muertos en carretera que Matías Prats relataba mientras tomábamos la sopa en casa y pedíamos a nuestro hijo que nos pasara el pan. Nos habíamos acostumbrado a vivir con un drama social que únicamente nos afectaba si la víctima era de nuestra familia, o un vecino o un amigo. Entonces, en el entierro, pasábamos unos minutos compungidos y pensando que el destino se había cebado con el pobre de Pepe. Pero no era el destino, ni nada celestial o esotérico. La culpa, lo siento, era de Pepe.
Consideramos que las muertes en carretera eran algo azaroso y lógico que venía con la modernidad del sueño americano de tener coche. El riesgo era el precio de no tener que ir a la parada del bus o a la estación de tren. La muerte en la carretera debía considerarse como un impuesto divino derivado de tener un país con un parque móvil en continuo desarrollo. Por cierto, nunca supe por qué bautizaron con la palabra “parque” a algo tan poco verde.
Han pasado cuarenta años. Estos días he comido acompañado de las noticias televisivas y la campaña de la Dirección General de Tráfico te instruye sobre lo que te ocurrirá si tienes un accidente. Lo primero que he hecho, como muchos de ustedes, es pensar que se han pasado de frenada. Y nunca mejor dicho. Pero, poco después he recapacitado, he llegado a la conclusión de que necesitamos que nos recuerden al pobre de Pepe, nuestro vecino, a la muerte delante del volante y a que nos olvidemos del maldito móvil. Ya, ya sé, lo hacemos todos, yo también. No hemos aprendido a desconectar del dispositivo donde tenemos toda nuestra vida. Quedarnos unos minutos sin saber nada del mundo es como si nos arrancaran el corazón. Pero eso, precisamente, es lo que nos quitarán si somos donantes después del accidente que, si no se toma alguna medida, nos acabará ocurriendo. No hablo de multas y endurecimiento de penas o aumento de policías en las carreteras, me refiero a alguna solución tecnológica que impida que podamos utilizar el móvil cuando conducimos.
La sociedad británica, finlandesa o sueca ha presumido de unas estadísticas de accidentabilidad mucho más moderada que la nuestra. Deberíamos preguntarnos por qué. ¿Qué tiene un conductor de Southampton que no tenga uno de Córdoba o Tarragona? Díganlo ustedes mismos. Quizás tiene que ver con algo que ver con que hay países donde los instructores de las autoescuelas no son expertos ingenieros que te enseñan a manejar el freno y el volante, sino psicólogos. Enseñar responsabilidad y concienciar al aspirante del respeto a la carretera es tan importante como enseñarle a poner el intermitente. Sí, ya sé que algunos no saben ni como se llama eso. Son los mismos que escriben un mensaje en Whatssap mientras conducen por el carril del centro de la autopista y que serán, lo siento, el próximo Pepe.